En lo sucesivo el sistema técnico mundial se funda íntegramente en las tecnologías digitales. Una consecuencia fundamental de esta situación de hecho es la integración funcional de las mnemotecnologías en el sistema de producción de los bienes materiales, lo que constituye una inmensa ruptura histórica: son los dispositivos de producción de los símbolos, que hasta ahora señalaban unas esferas de lo artístico, de lo tecnológico, de lo jurídico y de lo político, los que en lo sucesivo son completamente absorbidos por la organización mundial del comercio y de la industria.
La producción simbólica está hegemónicamente controlada por las industrias culturales en la medida en que éstas se han apoderado de los dispositivos retencionales que configuran el tiempo en su forma más pura: como flujo de conciencia.
Precisamente bajo el nombre de industria cultural Adorno y Horkheimer denunciaron este devenir industrial de la actividad del espíritu, es decir, su sumisión exclusiva a los criterios mercantiles de selección. Vieron en ello una perversión de esta operación de la imaginación trascendental que Kant llama el esquematismo. Según ellos, esta perversión la hizo posible un proceso de exteriorización técnica del proceso de producción de los esquemas, en la que ellos veían el colmo de la alienación de los espíritus y de los cuerpos.
El tiempo del cine y la cuestión del malestar quiere demostrar a la vez la urgencia de esta cuestión, la gran debilidad de este análisis y la necesidad de proceder, frente al hecho histórico de la industrialización del espíritu, a una crítica de los apartados de la Crítica de la razón pura respecto al análisis del esquematismo.
Esta crítica se llevará a cabo a partir del cine hacia un análisis de la actividad de la conciencia –y de su productor, el inconsciente– como siendo originariamente un proceso de producción cinemato-gráfico, lo que también confiere a esta obra un alcance geopolítico: Hollywood se convierte así en la Metrópolis del mundo.
Si el cinematógrafo puede penetrar los flujos de las conciencias hasta el punto de dar a veces la impresión de que los controla, sobre todo cuando se convierte en televisión, es porque la conciencia ella misma es ante todo proyección, lo mismo que montaje y realización de un flujo temporal en el que los flujos en que consisten los objetos cinematográficos se introducen, fluyen, se amoldan y moldean el material de las masas de conciencias a las que se dirige la industria.
Porque los mercados son ante todo conciencias. Ahora bien, la integración de las industrias del símbolo y de la logística es lo que permite –cuando el cine se convierte en televisión– un control total de los mercados en tanto que conjuntos de flujo de conciencias que se trata de sincronizar.
Sin embargo, una conciencia es esencialmente libre, es decir, diacrónica, es decir, excepcional, singular, irreductiblemente mía.
De esta situación, que habita una contradicción explosiva, resulta un profundo malestar, un malestar histórico que ya no se osa llamar una “época del ser”, sino más bien una prueba del devenir vivido como no-ser, es decir, como devenir-malo: como nada.
Se abre así de nuevo la cuestión del mal.
Filósofo francés, doctor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es profesor de filosofía en la Universidad de Compiègne, donde ha creado la unidad de investigación COSTECH (Conocimientos, organizaciones y sistemas técnicos). Ha dirigido numerosos programas de investigación en el ámbito de las técnicas numéricas aplicadas al texto, la imagen y el sonido y ha colaborado con Jacques Derrida en la redacción de varias obras sobre la televisión y las nuevas tecnologías. De 1996 a 1999 fue director general del Instituto Nacional de Medios Audiovisuales (INA) y en junio del 2002 fue nombrado director del prestigioso Instituto de Investigación y Cooordinación Acústica/Música (IRCAM), fundado por Pierre Boulez.
Nº de páginas: 380
PVP: 19 ¬
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