La lección histórica y política de Venezuela para iluminar diez errores, cien mentiras y mil farsantes
Javier Mestre
Rebelión, 15 sept 2006
La lectura detenida de “Comprender Venezuela, pensar la Democracia”, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero deja la sensación de estar ante una obra definitiva, llamada a convertirse en un manual de cabecera del socialismo del siglo XXI, si es que se quiere circular por los derroteros justos que llevan a alguna parte. Probablemente nadie ha sabido combinar como Fernández Liria y Alegre el ejercicio impostergable de aclararse desde la izquierda, por un lado, y criticar demoledoramente, por otro, el entramado ideológico que sostiene en lo moral y lo intelectual el actual estado de cosas del capitalismo.
La Revolución bolivariana de Venezuela, que ha conseguido por el momento sortear con éxito los ataques de sus poderosos enemigos gracias a una correlación de fuerzas muy especial, se ha convertido en la excepción que ilumina la regla básica de la Historia del siglo XX: el capitalismo sólo es compatible con la democracia si los ciudadanos deciden lo que es bueno para el capitalismo, de manera que el gobierno del pueblo y el estado de derecho sólo se sostienen ahí donde la instancia política es casi por entero irrelevante porque los votantes votan espontáneamente lo que la realidad, la Economía, exigen. Carlos Fernández Liria y Luis Alegre consiguen, ayudados por un extraordinario prólogo de Santiago Alba Rico, y con un estilo cercano, ameno, comprensible, demostrar hasta la saciedad este punto de partida y desvelar las complicidades –atroces- de los miles de farsantes de la intelectualidad progresista en el sostenimiento del tremendo engaño histórico que los autores denominan ilusión de ciudadanía. Venezuela provocó la transmutación de miles de demócratas en apologetas del golpismo en abril de 2002, iluminando así de manera incontestable qué democracia es la que defienden desde las tribunas mediáticas.
Asimismo, acercándose con detenimiento al programa político que se está fraguando en la Venezuela de Hugo Chávez, los ensayistas se esmeran en deshacer el complejo de errores que, a menudo con consecuencias desastrosas, marcan hasta hoy el posicionamiento político de las izquierdas transformadoras ante el proyecto ilustrado de la Democracia y el Estado de Derecho. En todo el siglo XX, constatan los autores, se ha confundido el proyecto político de la Ilustración revolucionaria con su secuestro por parte del statu quo capitalista, de modo que cuando había que criticar un fraude histórico, en realidad se atacó la idea misma de ciudadanía y democracia con consecuencias horripilantes en buena parte del llamado socialismo real. Fernández Liria y Alegre dan un necesario varapalo argumental a esa idea casi mística del hombre nuevo que se suponía que acabaría alguna vez con la necesidad del estado y el derecho y que, históricamente, dio lugar, en realidad, a regímenes que combinaron en diversos grados la carencia de garantías ciudadanas, el fin del derecho, con un asfixiante nivel de exigencia moral de corte militante y con dosis frecuentemente intragables de propaganda y mistificación. También ponen los puntos sobre las íes en el debate acerca de la dicotomía entre democracia representativa y democracia participativa.
Los autores revisan el proceso bolivariano para reconocer en él la intención de establecer las condiciones de una verdadera ciudadanía, de un Estado democrático de Derecho en el que las leyes, siempre dispuestas al diálogo y la enmienda, sean quienes gobiernen la realidad y no a la inversa. Sitúan los impresionantes programas sociales del Gobierno de Hugo Chávez como condición previa de toda ciudadanía (no es posible ser un ciudadano desde el hambre, la inexistencia en el censo, la inasistencia médica o el analfabetismo) y dibujan la coherencia de la Revolución y de su Presidente en su programa democratizador sin vuelta atrás. Porque la conclusión es tan evidente como sorprendente: nuestro fin político no ha de ser el socialismo sino aquél que se resumía en la proclama de Libertad, Igualdad, Fraternidad... Fernández Liria y Alegre demuestran en este libro imprescindible que el socialismo es, en realidad, la condición más necesaria para un verdadero Estado de Derecho y una verdadera Democracia.
____________________
Para comprender Venezuela y la democracia
Darwin Palermo
Ladinamo.org, 26 oct 2006
Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han escrito uno de los libros de temática política más interesantes de los últimos años: Comprender Venezuela, pensar la democracia. El colapso moral de los intelectuales occidentales (Hiru, 2006). Se trata de una defensa de la compatibilidad de las aspiraciones emancipatorias de la izquierda revolucionaria con el estado de derecho y sus instituciones asociadas: separación de poderes, libertad de opinión, libertades individuales, etc.
Pero Comprender Venezuela también realiza una feroz crítica de cierto espíritu izquierdista que cabría resumir con un acertijo: ¿cuántos izquierdistas hacen falta para cambiar una bombilla? Respuesta: diez. Uno para cambiarla y nueve para intervenir en la asamblea sobre cómo hacerlo. Frente a la absurda utopía del “hombre nuevo”, capaz tras un vigoroso proceso revolucionario de emprender cualquier tarea con alegre desprecio hacia los conocimientos que antes de la revolución parecían imprescindibles (¡ah, el necio elitismo burgués!), Carlos Fernández y Luis Alegre proponen una defensa de los cambios sociales profundos que no está reñida con el sentido común.
____________________
Una luz para ver los engaños de la derecha
y los errores de la izquierda
Pascual Serrano
Rebelion, 29 enero 2007
Hay autores cuyo mérito principal es lograr comunicar muy bien determinadas tesis o teorías políticas, otros facilitan información que ayuda a entender algunas cuestiones, pero existen algunos que descubren, inventan, llegan a conclusiones absolutamente nuevas y brillantes. Yo creo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han hecho esto último en su libro Comprender Venezuela, pensar la democracia. Mediante la reflexión del caso venezolano, llegan a varias conclusiones, tan sorprendentes como convincentes. Entre ellas, que en Venezuela por primera vez se está convirtiendo en realidad eso que se denomina Estado de Derecho o la tesis de que el capitalismo y la democracia son incompatibles, puesto que “las leyes que dan libertad al dinero se imponen sobre aquellas que regulan los asuntos humanos”.
Una de las contundentes afirmaciones de nuestros autores es que “en este mundo no ha habido Estado de Derecho o Democracia más que en los estrechos límites en los que la llamada instancia política se ha plegado a unos intereses sobre los que el Parlamento tenía vedado discutir o legislar. Así, la Democracia ha sido siempre el paréntesis entre dos golpes de Estado. Un paréntesis que ha durado tanto como la voluntad política de no legislar sobre nada de importancia (al menos en el terreno económico), de modo que, a fin de cuentas, lo que se celebraba y se ha celebrado como Democracia no ha sido, en realidad, más que superfluidad y la impotencia de la instancia política.”
Nos recuerdan con gran lucidez que, en todo el siglo XX, no hay ni un solo ejemplo de victoria electoral anticapitalista que no haya sido seguida de un golpe de Estado o de una interrupción violenta del orden democrático, ni un solo ejemplo en el que se haya demostrado que los comunistas tenían derecho a ganar las elecciones.” Véase Guatemala en 1944 y 195, Indonesia en 1965, Brasil en 1964, Chile en 1973, Irán en 1953, Dominicana en 1963, Haití en 1990 y de nuevo en 2004, Nicaragua en 1990, Argelia en 1992, España en 1936, o la red Gladio en Italia y parte de Europa.
De modo que “en una democracia parlamentaria, es benéfico, útil y saludable que las izquierdas tengan entera libertad y perfecto derecho pasarse la vida intentando ganar las elecciones, pero no que puedan ganarlas”. Algo que explica muy bien, cómo los rojos caemos simpáticos y pintorescos a los poderosos cuando somos minoría y cómo comienzan a odiarnos –cuando no a matarnos- al empezar a sumar demasiados apoyos. Por eso los comunistas españoles les parecemos tipos bienintencionados y simpáticos, pero los comunistas cubanos son para ellos unos tiranos.
Es decir, los sistemas que se denominan democráticos se han demostrado sin poder para corregir legalmente las malas leyes y ahí es donde Fernández Liria y Alegre Zahonero empiezan a acusar de complicidad en la farsa a intelectuales, filósofos, historiadores, periodistas e incluso catedráticos de ética, puesto que apenas ninguno de todos ellos se atreve a denunciar esa incompatibilidad histórica entre capitalismo y democracia. Según los autores, la historia del siglo XX nos ha demostrado que, en el capitalismo, “el derecho puede obrar con entera libertad mientras sea superfluo, pero lo que le está vedado, al menos bajo condiciones capitalistas de producción, es meterse en nada que afecte a cuestiones económicas relevantes”.
“Vivimos en una sociedad hasta tal punto chantajeada por sus estructuras económicas que el margen de actuación de la política es, probablemente, uno de los más irrisorios que haya conocido la historia de la humanidad”, afirman. “Lo que no se advertía –añaden- es que lo que la política conquistaba por un lado, el mercado lo robaba por el otro”. Si nos paramos a pensar son constantes los frenos al bienestar que encuentran nuestras sociedades ante su incapacidad o su ausencia de voluntad para poner en tela de juicio principios sacrosantos capitalistas que se consideran intocables e incuestionables para la voluntad popular. Es elocuente el ejemplo de la vivienda en un país como España, donde una generación entera no puede acceder a ella mientras dos millones de viviendas se encuentran vacías, propiedad de personas que ya tienen otra y no las utilizan ni alquilan. El capitalismo está escandalizado con el gobierno de Venezuela por acciones como, por ejemplo, la de nacionalizar un aeropuerto privado. El principal aeropuerto público de acceso a la capital tras el derrumbe de un viaducto ha pasado de encontrarse a una distancia de media hora por carretera a cerca de tres horas, mientras más cerca del centro existía otro privado e infrautilizado. La opción de nacionalizar el aeropuerto privado es a todas luces la que obedece al bien común y colectivo, si embargo, es impensable en un modelo capitalista donde, se supone, es esa colectividad la que tiene el poder. Nuestros autores explican magistralmente esa contradicción de capitalismo y democracia en este antológico párrafo: “El capitalismo es un sistema en el que, por ejemplo, la sobreproducción de riqueza (algo que siempre fue para el hombre motivo de fiesta) supone una falta de mercado y una amenaza de crisis. Un sistema en el que el progreso tecnológico no acorta la jornada laboral, sino que la alarga y precariza. Un sistema en el que la posibilidad de descansar se transforma en el desastre del paro. En el que la guerra, la peor de las calamidades para el ser humano, es el mejor estimulante económico. En el que la producción de armamento supone la más pesada carga para los hombres y el mejor negocio para la economía. En el que a la dilapidación sistemática de recursos y riqueza se le llama consumo y estimulación de la demanda, y a la destrucción del planeta, crecimiento. Bajo condiciones capitalistas, todo aquello que para los seres humanos es un problema, resulta que para la economía es una solución. Y lo que para ellos es una solución, para la economía es un problema”. Es por eso que las autoridades de la Unión Europea multan al ganadero de vacas cuando produce mucha leche y paga dinero al campesino que arranca viñas.
En el panorama actual, el control económico es tan abrumador que de nada sirve la libertad en la medida que es el dinero el que impide que no sean equiparables la libertad de expresión, reunión, organización o de presentarse a presidente de un pobre y de un rico. Por eso no hace falta que haya prisioneros políticos, “no tiene nada de asombroso que no haya presos políticos en un mundo en el que el poder no circula por cauces políticos”.
Y puestos a ser irreverentes y a pensar por sí solos, también nuestros autores critican ese discurso de la izquierda –la no integrada se entiende- que afirma que la idea de un Estado de Derecho es un elemento de la superestructura ideológica de la sociedad burguesa, junto con esos conceptos de derecho, parlamentarismo, división de poderes, ciudadanía, etc… Y por eso, ellos siguen reivindicando las palabras que las Leyes dirigieron a Sócrates: “o nos persuades o nos obedeces”. Sólo que en el capitalismo no hay persuasión posible contra las leyes que cobijan a los poderosos poderes económicos.
Es más, los autores plantean la hipótesis de que “el comunismo sea efectivamente, en sí mismo, mucho más compatible con la democracia y el Estado de Derecho que el capitalismo”. Y si no, véanse los ocho objetivos de Desarrollo del Milenio establecidos por la ONU: 1º Erradicar la pobreza extrema y el hambre, 2º Lograr la enseñanza primaria universal, 3º Promover la igualdad entre géneros y la autonomía de la mujer, 4º Reducir la mortalidad de los niños menores de 5 años, 5º Mejorar la salud materna, 6º Combatir el VIH/Sida, el paludismo y otras enfermedades, 7º Garantizar la sostenibilidad del Medio Ambiente y 8º Fomentar una alianza mundial para el desarrollo. A poco que reflexionemos observamos que esos objetivos son los alcanzados por el socialismo cubano a pesar de todas sus dificultades y acoso y son, precisamente, los no logrados por el capitalismo en el resto del mundo.
Pero para conseguir que esa idea de comunismo como ejemplo máximo de democracia no avanzara entre las sociedades, el capitalismo siempre ha procurado que los intentos comunistas viviesen siempre una situación de asedio, de guerra, y que, como en todas las guerras, se sacrificasen determinados principios que lograran desprestigiar el proyecto comunista. Como dicen Fernández Liria y Alegre, “no hay libertades civiles en tiempos de guerra. Ni bajo condiciones capitalistas, ni bajo condiciones comunistas”.
La izquierda, según los autores, ha cometido el histórico error de regalar el concepto de Estado de derecho al enemigo, en lugar de trabajar por demostrar que “semejante proyecto es imposible bajo condiciones capitalistas producción”. Por ello, hemos sufrido una tradición marxista que “no diagnosticó bien el problema cuando, demasiado a menudo, cargó las tintas contra el parlamentarismo, como si éste pudiera tener algo de malo por sí mismo”.
¿Y qué aporta Venezuela a este panorama? Para los autores, Venezuela es el reto que nos demuestra que las leyes “pueden servir para algo”: “No sólo la izquierda, la humanidad entera debería estar boquiabierta y expectante frente al proceso bolivariano en Venezuela. Lo que se está celebrando en Venezuela es la fiesta del Estado de Derecho. Y hay motivos para creer que en esta ocasión, por una vez en la historia de la humanidad, la fiesta puede salir bien”. Es allí donde la ciudadanía encuentra que tiene la capacidad de influir en su vida política, en las leyes que se aprueban y, por tanto, se siente comprometida en su defensa como en ningún lugar. Sólo entonces se puede entender que un grupo social hasta hace poco, armado e insurreccional como los tupamaros procedentes de un barrio pobre y hacinado de Caracas tengan una pintada en las paredes que rece: “Tupamaros con la Constitución”. En nuestras ricas sociedades, los colectivos reivindican derechos y libertades, pero no las leyes aprobadas en su Parlamento porque saben que ni se cumplen ni les representan. Por ello, como dice el título de este libro, “comprender Venezuela es pensar la democracia”.
____________________
"Comprender Venezuela, pensar la democracia" fue publicado por la editorial Hiru (Hondarribia, España) en el 2006 y obtuvo el premio Nacional del libro de Venezuela en junio del 2007.
Por: Santiago Alba Rico
Endoxa
En las últimas líneas de su extraordinaria obra La democracia, historia de una ideología, Luciano Canfora resume, a la luz de la oposición libertad/democracia, la definitiva derrota de este último concepto en la tradición europea, revelando el verdadero contenido de la constitución de la Unión Europea y la doctrina implícita en sus artículos y disposiciones: la conclusión de Canfora es que, contra la democracia, “ha vencido la libertad –en el mundo rico- con todas las terribles consecuencias que ello comporta y comportará para los otros” y que por eso “la democracia debe ser aplazada para otra época y será pensada, desde el principio, por otros hombres, quizás ya no europeos”.
Tal vez esa época es la nuestra y tal vez ese país no europeo es Venezuela.
Lo que este libro de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero demuestra –alertando a las instituciones bolivarianas para que no se aparten de ese camino- es que pensar desde el principio la democracia significa precisamente conservar sus principios, inhabilitados, secuestrados, corrompidos dentro de la trampa capitalista, a la que es tan necesario proponer su hipótesis como imposibilitar sus efectos. Durante los últimos cien años, la tradición de izquierdas ha venido sucumbiendo fatalmente al espejismo de esta contradicción y la propia división que ha generado entre sus filas apuntala paradójicamente la legitimidad inexpugnable del hechizo: para defender la democracia, los social-demócratas acabaron por defender el capitalismo; para combatir el capitalismo, los comunistas acabaron por renunciar o despreciar la democracia. Ambas posiciones alimentaron y alimentan por igual la falsa evidencia de que capitalismo y democracia son genética y empíricamente inseparables.
Esta evidencia es tan falsa como la de que el sol gira alrededor de la tierra: la verdad es precisamente lo contrario. Enfrentados a un desprestigio del concepto cuyo último precedente hay que buscarlo en los años treinta del siglo XX, el daño infligido a la democracia ha sido tanto mayor cuanto que su nombre está siendo hoy utilizado –como lo fue antaño el de “raza” o el de “lebensraum” o el de “civilización”- para romperle el pecho al lenguaje, incendiar el derecho internacional, descerrajar tres países y torturar y matar a cientos de miles de personas; o, lo que es lo mismo, está siendo utilizado para imponer decisiones al margen de la soberana “mayoría de edad” de los pueblos de la tierra. Frente a la democracia como palanca o como chantaje, es fácil ceder a la tentación de arremeter más contra la democracia que contra el capitalismo y acabar considerando las formas mismas como tramposas o restrictivas.
¿Hay que inventar nuevas vías de participación? ¿Es que el “derecho burgués” no ofrece suficientes mecanismos para que la voluntad popular decida? Lo difícil no es concebir o incluso establecer procedimientos que garanticen la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones; lo difícil es concebir y establecer procedimientos para que esas decisiones se cumplan. Pero si esas decisiones de la voluntad popular no se cumplen no es porque los gobernantes sean malos, el poder corrompa o el hombre viejo se imponga en cada gesto, sino porque el capitalismo siempre constituyente secuestra de manera ininterrumpida las reglas y los conductos de la soberanía constituida. De forma geográficamente desigual, según contexto y coyuntura, el capitalismo tiende, como hacia su ideal, al equilibrio perfecto entre el respeto formal a los principios de la expresión democrática y el incumplimiento permanente de sus decisiones: un modelo, pues, de legitimidad y no de determinación. La izquierda sigue creyendo, citando a un Marx incompleto o superficial, que el llamado “derecho burgués” es sólo el excipiente o cobertura legal de los intereses de la clase dominante sin reparar en que sus leyes, instituciones y cauces de expresión son en realidad -a igual título y al mismo precio que las obtenidas y ya casi perdidas en el terreno laboral- trabajosísimas conquistas populares que esa clases dominantes se vieron obligadas a aceptar y al mismo tiempo a secuestrar y dejar sin efecto.
Precisamente Luciano Canfora dedica trescientas minuciosísimas páginas a describir los procedimientos materiales de ese secuestro, resumidos de un modo sumario en dos modelos de intervención alternativos o simultáneos: la manipulación y el terror. Allí donde o cuando podía permitírselo, el capitalismo ha ensayado sutiles formas de dominio blanco a través de la propaganda, la reforma electoral –sistema mayoritario, proporcional o mixto, según las circunstancias- y el soborno estructural o puntual de los electores (electoralismo, “pucherazo” o “estado del bienestar”). Allí donde o cuando no podía permitirse estos expedientes, ha recurrido a la violencia explícita, según una fórmula que tiene su arranque histórico en la Comuna de París y que Latinoamérica han experimentado del modo más dramático en las últimas décadas: matar a casi todo el mundo cada treinta años y después dejar votar a los supervivientes. Es posible que haya que reformar las instituciones, pero la ya impostergable revolución económica no debería impugnarlas. Decir “democracia participativa” es una redundancia como decir “capitalismo democrático” es un oxímoron. El capitalismo, que consiste en robar vidas y recursos, nos roba también la democracia y el derecho y la lucha por recuperar unas y otros es en realidad la misma lucha.
Ningún parlamento o asamblea pude decidir democráticamente el exterminio de la población de Mitilene, tal y como nos cuenta Tucídides, porque la democracia consiste en haber decidido siempre ya que eso no puede ser objeto de decisión. Ningún parlamento o asamblea puede decidir democráticamente invadir un país, bombardear sus ciudades y matar de hambre a sus habitantes, porque la democracia consiste en haber decidido ya que eso no puede ser objeto de decisión. Ningún parlamento o asamblea puede decidir legalizar la tortura o la discriminación racial, porque la democracia consiste en haber decidido siempre ya que eso no puede ser objeto de decisión. Ningún parlamento o asamblea puede decidir poner la riqueza en manos de 1.500 personas, en detrimento de la mayoría de la población, porque la democracia consiste en haber decidido siempre ya que eso no puede ser objeto de decisión. Estas decisiones constituyentes que se han tomado ya calcifican la estructura ósea que garantiza el cumplimiento de la voluntad popular y que es permanentemente corroída y ablandada por la naturaleza misma del capitalismo; y tienen que ver con la producción y distribución de la riqueza, con la igualdad ante la ley y con la división de poderes. Esas decisiones se llaman Constitución y Estado de Derecho, ideas surgidas al hilo de la misma fuerza que las hizo imposibles, y deben ser firmemente defendidas, reivindicadas, afinadas –como un piano o un violín- contra esa fuerza de licuadora.
Esas decisiones son instituciones y no virtudes siempre actuales, siempre en marcha, siempre fatigosamente alerta, de un hombre superior, una moralidad superior o una voluntad superior. ¿No es esta precisamente la enseñanza de la Ilustración, según la doctrina de Montesquieu? La fábula de los trogloditas, recogida en las Cartas Persas, nos habla de un pueblo compuesto sólo de personas malas, entregadas a su autarquía selvática, a las que una epidemia obliga a contratar a un médico; como los trogloditas son muy malos, una vez curados incumplen su compromiso y niegan a su salvador el pago de sus servicios. Por eso, cuando la epidemia, años más tarde, se repite, ningún médico quiere acudir a la aldea de los trogloditas, cuya población sucumbe así a la enfermedad… todos con excepción de una pareja, casualmente los dos únicos hombres buenos de la comunidad.
La pareja de buenos se reproduce y tiene sólo hijos buenos a su vez, que les dan nietos también buenos, de manera que al cabo de algunas décadas el pueblo de los trogloditas está compuesto únicamente de hombres buenos, como antes estaba sólo compuesto de hombres malos; y son tan buenos que, al igual que cuando eran malos, no necesitan ni leyes ni instituciones ni gobierno: la virtud general asegura el cumplimiento de las promesas, el respeto recíproco de la libertad y la igualdad y seguridad de todos con independencia de sus diferencias naturales. Pero el tiempo pasa, la población crece y de pronto los trogloditas sienten la necesidad de acudir al más viejo y sabio de la tribu para que les dé leyes que les obliguen a hacer aquello que hasta ahora vienen haciendo por propia voluntad. “Oh, día desventurado”, gime el anciano, “¿por qué he vivido yo tanto? (…) Bien veo, trogloditas, que empieza a ceros gravosa vuestra virtud (…) y queréis someteros a leyes menos rígidas que vuestras costumbres. ¿Cómo he de dar preceptos a un troglodita? ¿Queréis que ejecute él acciones virtuosas porque yo se las mando, pues sin mi mandato las haría sólo siguiendo su inclinación natural?”.
El suspiro desilusionado del anciano, que lamenta ver a los trogloditas sometidos a otro yugo que su propia virtud, es el del pueblo legislador que, arrancado del rouseeauniano estado de naturaleza, se resigna a hacer por ley lo que ya no es seguro que venga dictado por la costumbre o la inclinación natural. La idea de ley implica la aceptación del carácter falible, limitado, corruptible, del hombre, cuya existencia social no puede estar regida por la virtud variable y contingente de sus miembros; e implica al mismo tiempo un cierto orden de inmutabilidad concertada cuya eficacia no depende de la bondad individual de los ciudadanos ni puede ser cuestionada por ninguna maldad particular.
Hay que tomar decisiones vinculantes que “impongan” en el futuro la libertad de decidir y esas decisiones –insinúa Montesquieu a través de sus trogloditas- es mejor tomarlas mientras se es bueno, antes de que hagan falta; cuando se está tranquilo, como decía Voltaire, o cuando no estamos cegados por las pasiones, como decía Locke en defensa de la necesidad de establecer instituciones a partir del derecho natural. Este “antes de que hagan falta”, en sociedad y bajo el capitalismo, no puede ser sino una ficción teórica, pero no puedo imaginar una situación real más favorable que aquella que asume la necesidad de un cambio precisamente contra la “intranquilidad” febril del mercado laboral y las “pasiones” destructivas de las tasas de ganancia. ¿Podemos imaginar un momento en el que los hombres sean más buenos –solidarios, desinteresados, abnegados, razonables- que cuando se levantan contra la injusticia? Hay que aprovechar la bondad general de la revolución triunfante, esa rendija temporal, ese punto liminar y auroral de los trogloditas virtuosos, muy poco duradero, no para hacer hombres nuevos, sino para promulgar leyes nuevas en los viejos moldes –con cuatro o cinco poderes en vez de tres, como quería Bolívar- de unas “formas” democráticas duramente conquistadas mediante luchas populares y siempre malversadas, profanadas, inhabilitadas y suspendidas por el permanente “estado de excepción” del capitalismo. ¿Puede concebirse un hombre más nuevo que el que se da leyes a sí mismo y está seguro de su cumplimiento?
Como ponen de manifiesto Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, el caso de la Venezuela bolivariana constituye la oportunidad, casi sin precedentes, de demostrar al mismo tiempo que capitalismo y democracia son incompatibles y que sólo tras la derrota del capitalismo puede haber verdaderamente democracia. Por su forma de alcanzar el poder –tan distinta de Cuba- y por las ventajas económicas de las que goza, el gobierno bolivariano de Chávez constituye una subversión del paradigma más arriba citado según el cual habría que escoger entre igualdad y derecho. Cuando hablamos de Venezuela, pensamos sin querer en una experiencia novedosísima, en una forma inédita de concebir la democracia, más participativa y transversal, y lo que en realidad tiene de nuevo y participativo es que se limita a tomarse en serio y a aplicar estrictamente las reglas democráticas que en España, en EEUU, en Japón, en Nigeria, en la India, bajo la presión de las clases dominantes capitalistas, fungen inevitablemente como instrumentos de sometimiento (cuando no directamente de exterminio o tortura). Esta manifiesta superioridad democrática de Venezuela en términos burgueses –porque lo que inventan unas condiciones se puede usar en otras- desnuda de tal manera la dictadura del capitalismo que nada puede extrañar la pataleta continua de políticos, intelectuales y medios de comunicación, denunciados también en este libro, ni su vergonzosa disposición a violar cualquier principio –detrás de la cual asoma ya su disposición también a violar niños, torturar prisioneros o bombardear parlamentos, si hiciera falta- con tal de que no haya democracia y verdadero Estado de Derecho en ningún lugar del mundo.
Sólo contra Cuba se han vertido tantas mentiras, apañado tantas conspiraciones, ignorado tantas bellezas, negado tantos progresos de la razón, pero lo que no pueden perdonarle a Venezuela es que el pueblo se haya hecho dueño de sus recursos sin censurar periódicos ni encarcelar opositores ni conculcar la división de poderes (¡e incluso dividiéndolo más que el propio Montesquieu!). Lo que no pueden perdonar a Venezuela es eso que resume la fórmula excogitada recientemente por uno de nuestros intelectuales colaboracionistas, más fino que sus colegas, que escribe habitualmente en el periódico español de Carlos Andrés Pérez y Gustavo Cisneros: “Chávez está acabando democráticamente con la democracia”, frase en la que “democráticamente” quiere decir “con el apoyo soberano del pueblo y respetando todos las reglas del juego” y “la democracia” quiere decir “la pobreza, la enfermedad, el analfabetismo, la inseguridad jurídica, la inexistencia, el hambre, el racismo, la corrupción, la esclavitud, el abuso de poder y, en definitiva, el terremoto del mercado”. Chávez y sus compañeros bolivarianos están acabando democráticamente con el capitalismo, lo que quiere decir que, además de acabar con el capitalismo y precisamente por eso, están haciendo realidad por primera vez –quizás en la historia- la democracia. Eso no puede gustar, naturalmente, a los que viven de citar en voz alta su nombre antes de fusilarla.
El libro de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, más allá de la defensa de Venezuela y la denuncia de los intelectuales nihilistas que cavan ingeniosa y elegantemente la tumba de medio planeta (y el homenaje, por contraste, a los otros, tantos y tantos y tan grandes, como demostró el Encuentro en Defensa de la Humanidad de Caracas), este libro –digo- es también una propuesta teórica y programática cuya importancia no puede exagerarse, hasta el punto de que me atrevería a decir que constituye una prolongación imprescindible, en términos jurídico-institucionales, del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Venezuela es el modelo, la esperanza, la demostración.
Acabar democráticamente con el capitalismo (¡con la naturaleza!) es acabar con el capitalismo y liberar la democracia. Es verdad que el capitalismo se impone muy naturalmente y casi lo peor que puede decirse de él es que se ajusta a la naturaleza. Pero la naturaleza nos impone arrastrarnos y resulta que volamos; la naturaleza nos impone morir de sarampión y resulta que nos vacunamos; la naturaleza nos impone la reproducción y resulta que nos amamos. La Constitución y el Estado de Derecho son la forma comunista de volar y de vacunarnos y de amarnos frente a la ley natural –o ley de la selva- propugnada por Calicles, Hitler y George Bush (y Repsol y la Bayer y Monsanto y sus propagandistas de The New York Times, El País, Il corriere della sera…).
Este libro es también, por eso mismo, un manual que explica el milagro de Venezuela y previene contra el mal uso de la revolución (de la revolución en general). Luchar contra el capitalismo –empezamos a darnos cuenta por fin de ello- es luchar por un estado democrático y de derecho y, viceversa, luchar por un estado democrático y de derecho es luchar contra el capitalismo. Las “formas” –las decisiones constituyentes- son lo más material que existe, a condición de que hayan decidido también ya, como principio inalienable de toda democracia, que ningún interés material particular es compatible con ellas. Es decir: que ninguna libertad puede escoger libremente el hambre, la ignorancia y la muerte de los demás.
Venezuela, como quería Canfora, ha empezado a “repensar” la democracia y, apenas se ha puesto a ello sobre el terreno, ha descubierto que en realidad ya estaba pensada; y que sólo se trataba de establecerla de una vez. Es difícil no dejarse llevar por el entusiasmo ante una experiencia tan universal, como es difícil no dejarse convencer por el libro de Fernández Liria y Alegre Zahonero, el cual nos expone el camino que debe seguir, sin volver a caer en la trampa ni alimentar los hechizos, la izquierda anti-imperialista de todo el mundo.