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COLECCIÓN FICCIONES

33

"Onintze en el país de la democracia"

Eva Forest


¿Quién es –y qué es– Onintze? ¿Tiene algo que ver con la Alicia en el País de las Maravillas o Al otro lado del espejo, de Lewis Carroll? ¿Es una réplica a aquellos viajes imaginarios?
No, porque esta Alicia que se llama Onintze hace una incursión involuntaria, desde luego, en una de las realidades más atroces: la de la tortura policíaca.
¿Entonces es un reportaje? Tampoco, porque Onintze es un personaje imaginario que ayuda a la autora a contar una aventura sufrida por multitud de personas reales.
¿Novela, ensayo, historia?
En cualquier caso, es un viaje alucinante, del que volvemos un poco más adultos de lo que fuimos.

Este libro es la reedición íntegra de la primera edición del mismo aparecida en 1985 en forma de capítulos en la revista Punto y Hora.

Nº de páginas: 139
PVP: 12  ¬

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Comentarios sobre esta obra

Otra vez la tortura
Mugalari
Esther Zorrozua
20 abril 2007

Parece fuera de duda que la especie humana es la más cruel de cuantas existen y que la constatación de este hecho, no por conocido, deja de ser  menos terrible. Alguna reflexión similar debe de haber sido la que ha llevado a Eva Forest a reeditar su “Onintze…”, esa obrita a la que ella modestamente denomina historieta y que resulta una parábola muy gráfica de cuanto ocurre hoy en día en las escondidas mazmorras que escapan a cualquier clase de legalidad. Su primera edición apareció en 1985, en forma de capítulos, en la revista Punto y Hora.

Esta versión en negativo de “Alicia en el País de las Maravillas”, porque Onintze, al revés que su antagonista, no elige realizar ese viaje, sino que le viene impuesto, sacude al lector con atrocidades que contravienen de forma meridiana el artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada el 10 de diciembre de 1948, y que dice: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos y degradantes”. Pero, casi desde el inicio, hemos venido siendo testigos de cómo aquel documento firmado tras la Segunda Guerra Mundial, seguramente con las mejores intenciones, se ha ido convirtiendo una y otra vez en papel mojado a lo largo y ancho de este dolorido planeta.

Con todo, si cualquier acto de violencia por parte de un ser humano contra otro es siempre rechazable y denunciable, lo es doblemente cuando la agresión parte de los Gobiernos, y aún más si estos se denominan democráticos. Hoy en día estamos asistiendo, muchas veces atónitos, a esta clase de violaciones que, si antes se llevaban a cabo de forma más o menos discreta, a partir de la caída de las Torres Gemelas parecen contar con el beneplácito de amplios sectores que conceden así carta blanca para que se ejecute sin ninguna clase de rubor, incluso dándole la vuelta al argumento y alegando que es un medio necesario para defenderse del terrorismo en nombre de la democracia y de la libertad.

Con este planteamiento se han generado vergüenzas indescriptibles como Guantánamo, Irak, Afganistán y toda la serie de escenarios en conflicto, algunos mucho más cercanos, que hoy se sostienen por intereses muy poco nobles. Organizaciones bien conocidas, como Amnistía Internacional, y voces más personales cuya nómina sería muy larga, pero entre las que se encuentra Eva Forest, insisten en denunciar los hechos y en sacudir conciencias que vegetan plácidas en el estado del bienestar.

A efectos puramente prácticos, incluso si todo principio ético desapareciese de la faz de la tierra, conviene recordar que la confesión obtenida mediante tortura no vale nada. Eso se sabe desde los tiempos de la Santa Inquisición, porque el dolor convierte al torturado en un ser tan imaginativo como el torturador pretenda. Y no hay ninguna prueba de que la tortura haya servido nunca para evitar ni un solo atentado terrorista. Sólo por poner un ejemplo, Saddam Hussein no cayó gracias a la tortura, sino gracias al dinero que compró a un soplón.

La tortura es eficaz, en cambio, para castigar herejías y humillar dignidades, y sobre todo es eficaz para sembrar el miedo. Lo sabían los frailes de la Santa Inquisición y lo saben los jefes guerreros de las aventuras imperiales de nuestro tiempo. El poder no emplea la tortura para proteger a la población, sino para aterrorizarla.

“Onintze en el país de la democracia” es ejemplificación y paradigma de todo este sinsentido. Una denuncia vieja en años que vuelve a ganar actualidad y se hace necesaria cada día para tratar de combatir esa pesadilla cíclica de la que es tan difícil despertar, pero denuncia que Eva Forest enarbola como conjuro y testimonio porque los hechos le impiden guardar silencio.